Si el rasero más básico de la decencia colectiva es el modo en que tratamos a la población vulnerable, el acogimiento familiar de menores extranjeros solos constituye una forma radical de dignificación social

Dos de los jóvenes participantes en el encuentro FA.B! sobre acogimiento familiar.
Dos de los jóvenes participantes en el encuentro FA.B! sobre acogimiento familiar. ALEXANDER FERNANDEZ

Emilia Lozano y Luis Casillas impulsan junto a algunos vecinos de Hortaleza (Madrid) la asociación Somos Acogida. Esta organización surge de la solidaridad espontánea con los niños extranjeros solos que pululaban alrededor del centro de primera acogida que existe en el barrio. Algunos comenzaron incluso a dormir en la calle cuando, al cumplir los 18, eran expulsados del centro sin alternativas. Los vecinos ofrecen cobijo, alimentos y apoyo legal y laboral, en una tarea que dura ya dos años. La asociación ha logrado incluso abrir un espacio de acogida en un pequeño pueblo de Toledo que ha recibido a los chavales con los brazos abiertos y en el que se han sentido iguales por primera vez.

La historia de estos niños y de sus amigos de Hortaleza es un ejemplo del poder transformador de la compasión. Es la capacidad de sufrir y ser felices con el otro lo que cambia nuestra sociedad. En este caso, la capacidad de ver en los hijos ajenos a nuestros propios hijos. Si el rasero más básico de la decencia colectiva es el modo en que tratamos a los más vulnerables, el acogimiento familiar constituye una de las formas más radicales de dignificación social.

De acuerdo con los datos oficiales, la acogida familiar de niños extranjeros solos es un fenómeno infrecuente —menos de un centenar de casos por año en el conjunto de las comunidades autónomas—. El impacto, sin embargo, es tangible. Para los chavales supone una oportunidad de educación, integración y acceso al empleo. Un balón de oxígeno emocional y una alternativa a la institucionalización y la marginalidad. Para sus familias de acogida, una experiencia dura pero transformadora de la que a menudo obtienen tanto como aquellos a los que reciben.

Eso es al menos lo que describían los testimonios que escuchamos hace unos días en un encuentro del proyecto FA.B!. La historia de Emilia y Luis se repite en muchos otros lugares y de maneras diferentes. Algunas de ellas están destacadas en el informe que presentó la Fundación por Causa durante el encuentro: Barcelona ActúaSOMOS Red (Canarias)Punt de Referència (Cataluña) o la Red de Acogida del Puerto de Santa María (Cádiz). En todos los casos se facilita el contacto con las familias y la integración socio-laboral de los chavales, con unos resultados inspiradores.

Si esto es así, ¿por qué resulta tan complicada en nuestro país esta forma de acogida y la integración de estos chicos y chicas? La respuesta no es simple. Por un lado, los niños extranjeros solos padecen problemas muy similares a los del resto de la infancia más vulnerable en nuestro país. El sistema de protección sufre una carencia pavorosa de recursos económicos, infraestructura social y protocolos específicos de formación y atención. Incluyendo los que deben facilitar el acogimiento privado. En este territorio, las diferencias entre comunidades autónomas son llamativas, con Cataluña, la Comunidad Valenciana y Baleares entre las más avanzadas.

Pero, en el caso de los chicos que vienen de fuera, los expertos describen un conflicto fundamental entre las políticas de inmigración y las de protección a la infancia. A pesar de lo que está establecido en las leyes nacionales e internacionales, las autoridades ven en estos a un extranjero, no a niño. Y como tal son tratados. Se les impide acceder a una documentación en regla, se les interna en condiciones filocarcelarias y se boicotea su proceso de regularización una vez cumplen los 18 años.

Finalmente, está el estigma social e institucional. Este es uno de los asuntos que aparece mencionado con más frecuencia cuando se describe la situación de los niños extranjeros solos. En el relato de su proceso, una madre de acogida explicaba la conversación kafkiana con una funcionaria de la Comunidad de Madrid que le recordaba que “hay muchos niños españoles con necesidades”; o los recelos de un juez que le hizo renunciar por escrito a cualquier posible beneficio económico de su acogida. Son las miserias cotidianas de un sistema cuyo ruido de fondo son las manifestaciones obscenas de Rocío Monasterio y sus secuaces, que se desplazan cada poco tiempo del Viso a Hortaleza para sembrar el barrio de miedo. Entre los niños y los monstruos, a veces solo quedan Emilia, Luis y sus vecinos.

La integración de quienes vienen de fuera no siempre es fácil. Pero se hace mucho más complicada cuando se impide a los ciudadanos arrimar el hombro. El obstruccionismo de algunas instituciones a la acogida familiar no solo castiga a niños que no han tenido nada en la vida, sino que priva al conjunto de la sociedad de individuos formados e integrados. Lo que es peor, cortocircuita una cadena emocional de valor incalculable. La cadena de la compasión, la que transforma el mundo.